Soy un ávido consumidor de documentales y lo he sido desde que tengo uso de razón. Han constituido una pieza clave en mi formación y en que llegue a ser la persona en la que me he convertido. Félix Rodríguez de la Fuente o David Attenborough han sido espejos en los que mirarse y en los que decir “Yo de mayor quiero ser…”. Creo que se ha recorrido un largo camino desde los días de Félix hasta hoy, aunque me pregunto si ha sido en la dirección correcta.
Los documentales “clásicos” centraban en la especie o ecosistema que se quería mostrar, con apariciones esporádicas del narrador/presentador o estando éste completamente ausente durante toda la grabación. Sólo Cousteau se salía de esta premisa, abundando imágenes de los miembros de la tripulación del Calypso con sus tradicionales gorros de lana roja.
Disfruto enormemente con muchos de los documentales actuales, como las magníficas series Wild Russia, Wild Canada o la exquisita forma que tiene la BBC de preparar sus trabajos. Son grabaciones que nos enseñan especies poco conocidas, aspectos ignorados de su biología o nuevas perspectivas. No tengo problema con que en el documental aparezca un investigador consagrado mostrándome una faceta de su trabajo (como las técnicas de captura y marcaje de felinos de Boone Smith o los trabajos de Ingrid Wiesel con las hienas pardas en Namibia). En serio, creo que es importante que los expertos difundan su labor y enseñen aquello en lo que son especialistas, pues los documentales tienen (o deberían tener) la función máxima de enseñar. Desgraciadamente, estos buenos documentales deben pelear por la audiencia con otros productos mucho menos elaborados, en los que se busca una espectacularidad bizarra y que en su afán por resultar impactantes pierden toda función didáctica.
La marca “Frank de la Jungla” (y denominaciones posteriores) es un buen ejemplo de ello. Francisco Javier Cuesta fue tenista profesional y, tras una lesión, entrenador y entusiasta de los reptiles (nada que objetar). Sin embargo los problemas crecen solos cuando se le saca de los amigos de sangre fría. Son notables sus errores de identificación y biología de múltiples especies de aves y mamíferos. La culpa no es suya, creo que la forma de plantearse la grabación es errónea (con un equipo de sólo tres personas y recorriendo la espesura en plan “A ver qué nos sale…”). Como resultado pasamos más tiempo viendo a Frank que a cualquier bicho, aunque en el título ya queda claro quién es el protagonista. (Nota: Muy meritorio y recomendable, eso sí, es el capítulo en el que muestran las paupérrimas condiciones en que eran mantenidos diversos osos explotados para la extracción de bilis).
Siento consternación por “Patrulla antidepredadores” donde una pandilla de flipados (lo siento, no he encontrado un adjetivo que calificase mejor el estado mental de los sujetos) repartida por diferentes puntos del continente americano, nos muestra la forma de “resolver” conflictos (actuales o potenciales) entre los grandes depredadores y las personas que viven en el lugar. Por supuesto todos portan un arma de fuego, no sea que tengan un encuentro “cara a cara” con ese depredador tan sumamente peligroso que están buscando. El enfoque sensacionalista y las explicaciones acerca del comportamiento sangriento / despiadado / aterrador de los animales, florecen como amapolas en primavera.
Si hubiera que nombrar un campeón de los documentales patéticos, la medalla de oro (ya veremos cuánto le dura) se la llevaría “Eaten alive” en el que Paul Rosolie pretendía ser engullido vivo por una anaconda, portando diversas cámaras y un traje diseñado para poder respirar mientras tanto. Al poco de empezar, el equipo de apoyo tuvo que intervenir, cuando la anaconda se enrolló en torno al brazo de Paul, quien pidió ayuda porque el reptil estaba a punto de rompérselo (¡Vaya por Dios! ¡Resulta que las anacondas son constrictoras!). Cuando se supo de las intenciones del equipo de rodaje, antes de que se intentase grabar la secuencia en cuestión, numerosas asociaciones conservacionistas y animalistas iniciaron una campaña en contra, incluso se registró una petición en la plataforma Change.org. Y es que el hecho de tragar y posteriormente expulsar a una pieza de semejante tamaño podía tener importantes consecuencias para la salud del boido.
Creo que, desgraciadamente, la aparición y popularización de este tipo de docurealities lo único que muestran es la evolución de la industria audiovisual y de la sociedad que componemos los espectadores. La industria, movida por el principio de invertir poco (en equipo humano, equipo material y tiempo) y con la necesidad de obtener resultados y los espectadores, que desdeñan el conocimiento e idolatran a aquellos que hacen alarde de ignorancia. El lirón careto de Félix, que nos emocionaba con su mera presencia, ahora produciría desdén, a menos que algún pringao se lo tuviera que comer en directo.